Leyendas de Anglès

La villa de Anglès se nutre de una rica tradición oral que ha dado lugar a varias leyendas. Seres sobrenaturales, brujas y el mismo Diablo. Adéntrate en un mundo fantástico, conoce las leyendas de Anglès…

“A Anglès, el diable hi és” (“En Anglès, se encuentra el diablo”)

Dice la tradición que, en una ocasión, en el día de San Antonio, no se encontraban músicos para la fiesta. Al final alguien dijo: “Yo encontraré una ronda, aunque sea de demonios”. Apenas se había marchado cuando se encontró a un desconocido con quien estuvo charlando y cerró tratos proporcionándole la preciada ronda. Al ser el día de la festividad, aunque la ronda llegó tarde a la misa, llegó a tiempo para tocar las sardanas, pero al pedirles que tocaran el Contrapaso de la Pasión, los músicos se negaron en redondo. Entonces los músicos se marcharon corriendo, menos uno que “quedó enganchado por la cola y todavía debe de estar allí”; por eso se dice: “En Anglès, se encuentra el diablo”.

Las brujas del Castillo de Anglès

Recogido en la obra de nuestro costumbrista Joan Amades, sabemos que antiguamente el castillo de Anglès era el centro de reunión de todas las brujas de los alrededores que iban sobre su escoba.

Pero lo cierto es que había brujas de todo tipo y condición. A medianoche salían de casa sin hacer ruido, cuando todo el mundo ya dormía. Si estaban casadas, ponían un tronco en su lugar del lecho marital para despistar al marido si éste se despertaba. Si tenían niños, escupían tres veces en el suelo y su propia saliva respondía por ellas si los pequeños las llamaban. Antes de prepararse el unto para poder volar, ponían dos calderos al fuego, uno de caldo para reponerse con una buena taza a su vuelta, y otro en el que hervían las hierbas y bestias envenenadas que servían para hacer fechorías.

En lo alto del castillo de los Cabrera, del que hoy poco queda, tenían su lugar de reunión. Allí hacían un baile en círculo. Si el propósito era desencadenar una granizada, todas las brujas orinaban dentro de un hoyo y, cuando estaba lleno, daban golpes con una vara de fresno y enseguida surgía una niebla que amontonaba una nube de granizo. Los campesinos, enrabietados, las esperaban y las apaleaban con los mangos de las herramientas del campo y a cada golpe les rompían un hueso.

La Campana de las Almas

Cerca del antiguo castillo existía una de las casas señoriales con más tradición del valle, que guardaba con gran cariño y veneración una vieja campana centenaria. Cuenta la tradición que el heredero de la casa salía cada tarde a la plaza de la Vila con la campana en el brazo y recitaba un padrenuestro en sufragio de las almas de los difuntos y otro más pidiendo a San Roque y a San Sebastián que les guardaran del hambre, la guerra y la peste. Los vecinos acompañaban el rezo desde el umbral de sus casas. A continuación, empezaba a hacer tintinear la campana arriba y abajo, din-don. En su recorrido se detenía en diferentes lugares del barrio antiguo para empezar un nuevo rezo.

La profecía decía que el día que se dejara de tocar la «campana de las almas «, aquel viejo linaje se extinguiría, y resulta que así fue. Durante la última turba carlina, el heredero de la casa, al salir como cada noche, fue parado y zurrado por unos soldados que se mofaban de la tradición. Sería la última vez que saldría la Campana de las Almas.

La Fuente del Canyo

El paseo del Canyo es uno de los lugares más bellos y preciados de nuestra población, gracias a la ordenación que hizo en los años cuarenta el arquitecto municipal Joaquim M. Masramon. Aunque hoy la conocemos de forma ajardinada, no siempre ha sido así. La placidez que se respira contrasta con las maldiciones que en la antigüedad le cayeron.

Según la tradición, en aquellos pagos había habido una masía de las más importantes de la región. Las tierras de cultivo con que contaba eran muy fértiles, ya que el agua no faltaba gracias a la fuente que brotaba cerca de la casa principal. A sus inquilinos se les conocía por su soberbia y tacañería, no en vano eran unos de los campesinos más ricos de la comarca, y habían tenido una larga descendencia. En el mercado de Amer tenían fama de ser de esos ambiciosos que lo quieren todo.

Pero, he aquí que un buen día un diablo disfrazado de vagabundo se acercó a la casa y les pidió si podían darle caridad. El ama lo puso de patitas en la calle escaleras abajo. El vagabundo pidió poder beber de la fuente, pero, con la nueva negativa del ama, que le replicó que el agua les era necesaria (a pesar del chorro que brotaba), lanzó una maldición que hizo que de sopetón la fuente se secara.

Las tierras se volvieron baldías y la opulencia de la casa empezó a decaer hasta desaparecer. Fue entonces cuando la fuente volvió a manar e, incluso, fue necesario hacer dos chorros más debido a la intensidad con la que salía el agua. Por otra parte, en las tierras circundantes volvió a crecer una abundante y exuberante vegetación. Pero todavía hoy día parece que la maldición dure, ya que el agua de los tres chorros sigue sin ser potable.

El Molí de Cuc

La historia del Molí de Cuc va ligada al viejo caserón construido por el patricio Cuc, que poseía el título de Familiar del Santo Oficio y era titular de capilla y sepultura propia en la iglesia parroquial de Sant Miquel. La leyenda que nos ha llegado hasta nuestros días cuenta que el molinero del Cuc, no sabemos si fruto del remordimiento, se fue a confesar. Mientras iba desgranando sus faltas, dejó ir por lo bajini que a la hora de devolver todo el trigo que llevaban a moler al molino, al verter el saco en la tolva, siempre le quedaba una pequeña parte en el fondo del saco y, claro, así, de onza en onza, iba ahorrando.

El párroco no pudo remediar reñirlo duramente y, como el molinero respondió que no podía evitarlo, que los dedos se le agarrotaban y no había forma de vaciar nunca todo el saco, he aquí que el señor párroco para poner solución le dio un santo Cristo para que presidiera la estancia del molino; así al verlo todos los días evitaría el ansia de rapiñar el trigo de los demás. Los primeros días, al molinero, todo le iba perfectamente, pero pronto empezó a verse abocado a la ruina. Un buen día, antes de empezar la jornada, se encaró con el santo Cristo y le gritó:

– Mira, chico, tú y yo tenemos que hablar en serio, ya que, desde que sigo tus consejos, la cosa va por males agüeros y si tenemos que seguir así, uno de los dos tendrá que marcharse, porque ni la barriga podremos llenar. Y, como yo soy el habitante más antiguo, te toca a ti largarte.

Así es que, dicho y hecho, el molinero cogió el santo Cristo y lo sacó a la intemperie. Desde entonces volvió a sisar tal como lo había hecho siempre y el trigo volvió a quedarse en el fondo del saco como antes. Y es que puedes cambiar de molinero, pero no de ladrón.

La novia de Can Biel

Can Biel es una de las masías fortificadas más antiguas y destacadas de nuestra población A pesar de la opulencia que destila, la casa siempre ha estado rodeada de melancolía. Resulta que un heredero de la casa tenía que celebrar esponsales con una rica heredera de la región. Al convite de bodas, no faltaron ni el párroco, ni los pavordes, ni el vicario, ni propietario que lo valiera. Todos los hacendados de la comarca estaban representados y hasta había algún canónigo.

Después del gran ágape, vino el turno de los bailes y los entretenimientos. Se escogió jugar al escondite. Todo el mundo tenía deseo de atrapar a la novia; ella, sin embargo, invirtió gran interés en esconderse, no fuera que la encontraran. Silenciosamente, subió escaleras arriba hasta el torreón de la masía, escondiéndose en una vieja caja de novia que encontró, con tan mala fortuna que la caja quedó trabada y sellada.

Con el cese de los actos de bandolerismo, el torreón había caído en desuso y ya nadie subía allí. Así es que todo el mundo estaba ajetreado buscando a la novia por todos los rincones y agujeros de la casa, sin encontrarla. Por último, vencidos los ánimos, los invitados pidieron a la novia, dando gritos al unísono, que podía salir de su escondrijo. Transcurrido un rato y viendo que la novia no daba señales de vida, las caras de alegría se tornaron en tristeza. Al terminar la velada, los invitados volvieron a casa y el pobre novio se quedó con la pena. En los pueblos vecinos, unos hablaban de si la pobre novia en la oscuridad de la noche había caído al Ter y la corriente se la había llevado. Otros decían que la desaparición había sido obra de los hombres de Ramon Felip, que años antes ya habían hecho de las suyas por la zona.

Pasados los años, el azar hizo que un buen día una heredera de la masía abriera la caja de novia que había en el torreón, encontrándose con un montón de huesos junto con un hermoso vestido de novia y las joyas del maridaje.

Sant Pere Sestronques, Sant Amanç y Santa Bàrbara

Dice la fábula que se encontraron caminando tres santos: San Pedro, San Amancio y Santa Bárbara. Estando cerca de San Martín Sapresa, San Pedro se cayó y decidió reposar del golpe. Como venía de la costa y no estaba acostumbrado a caminar por las montañas, viendo el camino empinado que se acercaba, animó a seguir a sus compañeros de camino mientras él se rehacía del batacazo. Finalmente decidió establecerse en aquel mismo lugar y fue así como fundó la iglesia de Sant Pere Sestronques.

Decididos a continuar el camino, San Amancio y Santa Bárbara empezaron a enfilar la montaña, pero, a la primera de cambio, San Amancio mostró grandes signos de cansancio y dolor en los huesos. Por eso decidió hacer un alto en el camino, concretamente en una pequeña colina donde construyó una pequeña cabaña. Ésta acabaría dando apoyo espiritual a las masías de la comarca hasta que éstos contribuyeron con sus manos y sueldos en la construcción de la nueva iglesia parroquial de Sant Amanç.

Santa Bárbara, sin desfallecer por el abandono de sus compañeros, continuó por el empinado camino. Tal fue su tenacidad que no paró hasta llegar a la cresta donde, admirada de la magnífica vista que se contemplaba, decidió construir un pequeño refugio de madera que más tarde se reforzaría con piedra y se convertiría en la casa del ermitaño al construir el nuevo templo. Allí vivió muchos años y, ahora, sólo nos acordamos de ella cuando llueve o truena. Así lo dicen los dichos: «Solo te acuerdas de Santa Bárbara cuando truena»; «San Marcos, Santa Cruz, Santa Bárbara no nos dejéis».

Miquel de Sant Amanç

Cuenta la leyenda más culinaria de Sant Amanç que, alrededor de finales del siglo XIV, Elionor de Cabrera, señora del castillo de Anglès, invitó a sus cortesanos a una comida donde no faltaron las mejores viandas de la comarca ni el vino joven de la última cosecha de los viñedos del Puig Vell. Entre las viandas había una carne magra preparada cuidadosamente por uno de sus cocineros, de origen pisano, y que había venido de regreso de unas de las campañas del rey Pere III. Lo que no sabía Elionor es que dicho cocinero no era más que un demonio disfrazado que, al verse obligado a dejar el servicio del rey antes de poder envenenarlo, como había hecho con Jaume d’Urgell, decidió ingeniárselas para vengarse de tan firme doncella. Como fuere, entre las carnes, el cocinero preparó unas albóndigas con carne magra y setas, donde previamente depositó una buena cantidad de boletus de Satanás, y los envolvió con el redaño. Sin embargo, el hijo de San Amancio, muy espabilado, se dio cuenta de la triquiñuela y sirvió las albóndigas sin el veneno que hubo sustituido por un sabio aliño de perejil, ajos, huevos y níscalos. Al parecer, la preparación resultó del gusto de los comensales. Elionor se acercó a la cocina para felicitar al cocinero y, antes de dejar ir palabra, éste, que creía que le iba a reprender, le cargó las culpas del veneno al pinche, descubriéndose el embeleco. Antes de que el demonio se diera cuenta de que había metido la pata, Elionor lo hizo encarcelar en la mazmorra más oscura del castillo, de la que no saldría nunca más, y nombró nuevo cocinero al joven pinche Miquel de Sant Amanç. De ahí que esta comida se conozca como las albóndigas con redaño de Elionor o de Sant Amanç.

Todavía hoy, los vecinos de la calle del Castell dicen que, durante alguna noche de San Juan se han escuchado los ruidos del demonio que se queja de su desdichado fin.

La Torre de las Brujas

A lo largo de la historia ha habido todo tipo de brujas, incluso redondeadas. Desde siempre, las brujas han disfrutado de un poder sobrenatural o mágico, debido a su pacto con el diablo. Aunque haya lugares donde han abundado más que en otros, han existido por todas partes. Y si Llers es pueblo de brujas, quien diría, sin embargo, que muchas de ellas elegirían nuestro valle para instalarse y así llevar a cabo sus hechizos.

Existe todavía el antiguo campanario de la parroquia de la Cellera de Anglès, llamado popularmente «la torre de las brujas». Parece que allí se reunían las brujas de toda la comarca, lo que causó que los aldeanos de la Cellera y de Anglès pidieran la intervención del fraile dominico y célebre inquisidor Eimeric de Girona.

Lo cierto es que, en uno de los días más fríos de invierno, cuando uno pasa por detrás de la iglesia de Santa María de Sales, frente a la calle donde está el antiguo campanario, si se escucha bien, hay quien ha oído los gemidos de las brujas que se acercan añorando su antiguo escondite.

Y es que nuestros antepasados debían de quedar hartos de tener brujas en el castillo de Anglès, montando sobre un cabrón, y más brujas en el campanario viejo de la parroquia de la Cellera, montando sobre un cerdo.

La protección de la Virgen del Remei: guerra y peste

La patrona de Anglès es la Virgen del Remei y, como tal, protege los anglesences de los infortunios. A menudo es invocada por los fieles para pedirle la gracia del remedio de todo tipo de enfermedades y dolores.

Tiempo atrás se dio la circunstancia de que los anglesences tuvieron que rendir gratitud a la patrona cuando salvó al pueblo del pillaje de los franceses. Según la tradición, alrededor de la segunda mitad del siglo XVII, en una de las numerosas invasiones de los franceses, todos los pueblos vecinos habían sufrido el pillaje y el saqueo de vituallas al paso de las tropas. Al tocarle el turno a Anglès, los aldeanos, bajo el amparo de las defensas del antiguo castillo, pudieron repeler la agresión. Las tropas francesas, enojadas, yendo de camino hacia Olot, quisieron la revancha. Para coger por sorpresa a los aldeanos y que los centinelas del castillo no avisaran de su llegada al pueblo, a la altura del llano de Trullàs, subieron Ter arriba hasta Sant Julià. De repente, una espesa niebla envolvió toda la villa y la hizo invisible. Los invasores no se dieron cuenta de que pasaban de largo hasta bien llegado al Pasteral. Entonces el comandante de las tropas preguntó qué patrón tenían aquellos aldeanos y exclamó, al saber que era la Virgen del Remei: «Pues que la conserven y la veneren, ya que hoy les ha salvado de un peligro muy grave».

En agradecimiento, el pueblo dio en ofrenda a la Virgen unas llaves de finísima plata como símbolo de su protección. Unas llaves que, pese a la destrucción de la antigua imagen (el 20 de julio de 1936), todavía hoy cuelgan del brazo derecho de la nueva imagen.

Pero si de la guerra nos libró, también lo hizo de la peste. Mons. Lluís Constans explica que en 1653 la peste asolaba muchos pueblos de Catalunya. Los habitantes de Anglès, ante estos infortunios y temiendo que la peste llegara a sus comarcas, se dirigieron en solemnes plegarias a la Virgen del Remei, la cual los librara de este infortunio. No lo pasaron tan bien nuestros vecinos cellerenses, a los que la peste azotó con toda su crudeza. En agradecimiento, los aldeanos encargaron al platero gerundense Joan Francesc una lámpara de plata que todavía hoy arde; y, si no, que se lo digan a aquel descreído soldado francés, que quiso encender su caliqueño y cada vez que lo intentaba, la llama se apagaba para volver a encenderse en cuanto se alejaba.

La Roca del Castillo

En la antigüedad, al pie de la roca del castillo de Anglès, transcurría allí plácidamente el cauce del río Ter. Dice la tradición que en aquellos tiempos lejanos apareció en el Valle de Anglès un forastero apuesto y misterioso. Nadie sabía de dónde era, ni cómo se llamaba, ni cuál era su cometido. En la madrugada, cuando con la claridad del sol naciente volvía la vida de cada día con el despertar de la llanura y en las montañas vecinas nada más se empezaba a vislumbrar el nuevo día, el misterioso forastero estaba sentado en la roca del castillo, de donde apenas se alejaba hasta que las sombras del crepúsculo extendían su manto negro sobre el valle medio dormido. Todo el mundo se preguntaba qué hacía durante tantas horas plantado sobre la roca. Incluso algún vecino sabiondo dijo que el forastero se pasaba todo el día mirando el pez del río Ter. Y de aquí vino el inicio del apellido de Miralpeix (literalmente, “mira el pez”), bien conocido por todos y que ha dado nombre a una de las estirpes más importantes en la historia de nuestra población.

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